Leyendas Costarricenses (Parte 2)



¡Saludos! Siguiendo con cuentos y leyendas costarricenses les dejo 4 cuentos (que en realidad son siete) pues la Leyenda de la Carreta sin Bueyes es bastante popular en Costa Rica y tiene varias versiones. Si bien es cierto ya paso la festividad llamada "Halloween" y esta serie de artículos venia con la idea de estar como con en esa linea de miedo y fantasía, pues... me vale pito y seguiré trabajándolos de manera eventual, para reactivar algo de los mas importante para nuestra identidad costarricense.


Las leyendas costarricenses están llenas de elementos históricos, de fantasía, de miedo, moralejas y del modo de vida de las personas en ciertas épocas, ademas sin duda el lenguaje usado en los cuentos muy propio de cada época.

El rescate que han hecho escritores sobre estas leyendas también es digno de mencionarse y por ello cada cuento con su autor, con algunas excepción pues no logre localizar al autor.

Los cuentos en esta segunda entrega son:
  • El diablo de Puente Piedra
  • El Pirata sin Cabeza
  • La Carreta sin Bueyes
  • La Tulevieja
El diablo de Puente de Piedra



Cuenta la leyenda que una madrugada un hombre y su carreta, tratando de cruzar un río, invocó al diablo y ofreció su alma a cambio de que le construyera un puente. Apareció el diablo y le dijo: acepto… A lo que el hombre contestó: pero deberá estar terminado antes de que cante el gallo. Y con velocidad escalofriante el diablo comenzó a construir el puente…

Y viendo el hombre que el diablo se apretaba para poner despaciosamente la última piedra con cara burlona, se fue a su carreta, rebuscó en ella y sacando unos gallos los tomó a puntapiés y justo en el límite del tiempo, uno de ellos cantó.

 Con prisa cargó de nuevo la carreta y ya sobre el puente dijo adiós al diablo.
 El cantón de Grecia tiene un distrito llamado Puente de Piedra, su nombre se refiere a un puente de piedra que, visto por debajo, se ve que falta una piedra justo donde cierra el arco. De ahí nació esta leyenda.
El Pirata sin Cabeza



Rueda por la playa de los Loros, entre las bocas de los ríos Jesús María y Grande de Tárcoles,? una leyenda que se afirma en la nebulosa historia de nuestra época colonial, y que alimentan cada año los pescadores o los peones salineros mientras descansan de sus faenas contemplando el maravilloso paisaje que, al ocultarse el sol se admira desde el Peñón de Tivives.

 Cuenta la leyenda dicha que: cuando Sharp y Dampier pirateaban en el Mar de Balboa sembrando el terror en las Colonias Españolas, acostumbraban adentrar sus faluchos en el río Jesús María para descansar seguros y reparar averías. 

En el Peñón dejaban centinelas vigilando el horizonte, y mientras unos trabajaban, cazaban otros y todos bebían, los jefes planeaban la próxima correría. Un día de tantos llegó del sur Dampier cargado de tesoros; tan grandes y valiosos eran que la codicia llenó su pensamiento y resolvió ocultarlos para lograrlos solo. 

Su plan confió en secreto al compañero que más temía, un viejo pirata corazón de hiena y punas de acero, e hijo del Diablo ?según se decía? ofreciéndole compartir la presa. Ya puestos de acuerdo, con engaños enviaron sus hombres al Peñón de los vigías y entre los dos pasaron el tesoro a la rivera; al pié de corpulento “guanacaste” cavaron hoyo profundo y en cascada amarillenta allí cayó el botín. 

Pero… recordó Dampier que secretos entre dos no son secretos y su puñal, cien veces asesino, a traición clavó en el ladrón compañero. Cayó el pirata moribundo y expiró invocando a su padre Satanás; éste llegó, -se metió dentro del muerto y por su boca… 

Aquí! gritó. Tembló Dampier. Requirió su sable y de medroso y terrible tajo separó del tronco la cabeza del muerto, que rodó y rodó cayendo en el hueco del tesoro. Ya no hablarás! dijo el traidor, pero… oh poder del Diablo! El cuerpo del pirata sin cabeza del suelo levantó, extendió hacia la mar su brazo y… Aquí! gritó. Huyó Dampier horrorizado hacia el Peñón de los Vigías llamando compañeros… y el cuerpo sin cabeza tras él corría ? Aquí! gritando…Aquí!

 Contemplaron los piratas el macabro espectáculo. ?Les llenó el espanto.? Volaron al falucho. Las anclas levaron. Al ancho mar huyeron temblando de pavor, y en el Peñón quedó hacia la mar tendiendo el brazo, como un fantasma horrible, el pirata sin cabeza… aquí! gritando… aquí!. 

Y en la rivera izquierda del río Jesús María quedó el tesoro guardado, al pié de corpulento “guanacaste” que el hijo del Diablo cuida. Y la sombra del fantasma, del pirata sin cabeza aguarda un hombre sin miedo para partir las riquezas. Cuentan los viejos pescadores que para las lunas llenas ?al llegar la media noche? en el Peñón de Tivives un fantasma sin cabeza, que lanza un grito extraño, por las rocas se pasea. 

Y que para el mes de octubre, cuando por el río Jesús María bajan corrientes, una lancha misteriosa que nadie maneja, domina las corriente.-, y quietecita se queda, frente a un viejo “guanacaste” que se encuentra en la rivera.

 Tal es la leyenda que en el “Peñón de los Vigías” duerme en los inviernos y los veranos despierta, cuando viejos pescadores admiran el bello paisaje, que al ocultarse el sol se contempla desde el Peñón de Tivives.

Relato de: V. Rodriguez 

La Carreta Sin Bueyes



Cuántas versiones se habrán escuchado y leído acerca de la Carreta sin Bueyes, a lo largo y ancho del territorio nacional, a través de los años. Hoy podremos leer esta leyenda, sobre una historia de amor; donde se une lo pagano con lo religioso. Más que un mito es una forma de expresión que ha pasado en la forma oral y escrita a formar parte de nuestro acervo cultural.

Versión A 

Vivía en un caserío del antiguo San José, pueblo de carretas, gente sencilla y creyencera; una bruja quien estaba enamorada del más gallardo de los muchachos del pueblo. 

 El muchacho por su gran apego a su fe cristiana no quería tener nada con ella pero la bruja valiéndose de artificios, lo logró conquistar y así vivir con él mucho tiempo, conviertiéndolo en un ser similar a ella. Como se puede notar nadie estaba de acuerdo con esta unión, mucho menos el cura del pueblo el cual en sus prédicas denunciaba el hecho, al pasar de los años aquel muchacho, ya mayor, tuvo una enfermedad incurable y pidió a la bruja que si se moría, le dieran los santos oficios en el templo del lugar.

Al solicitarle al sacerdote la última petición de su amado la bruja recibió la negativa debido al pecado arrastrado en su vida. La bruja dijo por las buenas o por las malas y al morir su hombre, “enyugó” los bueyes a la carreta y puso la caja con el cuerpo muerto, cogió su escoba, su machete y se encaminó al templo. Los bueyes iban con gran rapidez pero al llegar a la puerta, el sacerdote les dijo “en el nombre de Dios paren”, los animales hicieron caso, más no la bruja la cual blasfemaba contra lo sagrado. 

 El sacerdote perdonó a los bueyes por haber hecho caso y la bruja, la carreta y el muerto todavía vagan por el mundo, y algunas noches se oyen las ruedas de la carreta pasando por las calles de los pueblos arrastrada por la mano peluda del mismito diablo.

Versión B 

Vivía una bruja en una comunidad aledaña a la capital; se encontraba enamorada de un joven muy guapo y elegante, que provenía de una familia adinerada y trabajadora, dedicada a los cultivos de! café, maíz, arroz, frijoles, caña de azúcar y hortalizas. 

 Ella era una mujer de baja estatura, de tez blanca, regordete y cachetona, de nariz aguilucha, de ojos color miel, pero muy avivatados. Sus atuendos eran algo raros: usaba faldas largas, con trenzas en el pelo, ya que lo tenía muy largo; también se acompañaba de un sombrero de pico y andaba a pies descalzos. 

En el pueblo la conocían como Epifanía, “la mujer de los perros”, ya que en su casa tenía como una veintena de ellos. Se dice que cuando pasaban por su hogar, éste despedía raros olores. Epifanía, valiéndose de artificios o hechicerías, logró conquistar al joven apuesto y se lo llevó a vivir con ella. Al tiempo, él terminó siendo similar a la bruja. Con el pasar de los años aquel joven se transformó en una persona vieja, pero víctima de múltiples enfermedades. Él le solicitó a la bruja de su mujer, que por favor fuera donde el curita de Iglesia a pedirle que, cuando él muriera, le dieran los santos oficios en el templo del lugar. 

 Encaminóse la bruja Epifanía para hablar con el sacerdote, el cual le dijo que no podía hacerlo por el pecado arrastrado en su vida. La bruja Epifanía dijo: “Por las buenas o por las malas, usted tendrá que recibir a mi amado”. Pasaron unos pocos días y empeoró la salud de su “amado” hasta llegar su muerte, y Epifanía se prometió a sí misma que ella pasaría a la Iglesia con el cadáver para que se cumpliera el deseo que !e había pedido su amante. 

 Con el corazón lleno de amargura y sufrimiento, con los ojos inundados de lágrimas, Epifanía enyugó los bueyes y pegó la carreta. Se llevó al cuarto una caja de madera y depósito el cadáver de su amado, lo montó a la carreta, tomó el machete y su escoba, agarró el chuzo y picó a los bueyes, tomando un paso muy rápido, con destino a la Iglesia. Cuando llegaron a las puertas del templo, el sacerdote salió a su encuentro, y les dijo a los bueyes… “En el nombre de Dios, paren”. Los animales hicieron caso, más la bruja Epifanía en su desesperación blasfemó contra lo sagrado. 

 El sacerdote perdonó a los bueyes por haber hecho caso, mientras que la bruja Epifanía, el ataúd con el cadáver de su hombre y la carreta, vagan por fas calles de nuestros pueblos hasta la eternidad… 

Relato realizado por don Pedro Pérez Rodríguez. 

Versión C 

La época traía sus propios problemas. El nuevo mandatario, con arrestos de estadista, quería dejar marcado su paso innovador. ¿La recompensa? 

Acatar y seguir sus órdenes, confiando en sus ideas que buscan el bien común. San José de la Boca del Monte tendría que constituirse -bajo el mando del caudillo – en la ciudad más pujante de la nueva república. Claro es que no podría ser esto posible si sus habitantes continuaban desperdigados por todo el valle. 

¡Ese vivir a sus anchas, casi incomunicados entre sus predios por un huraño egoísmo! El decir comodón para justificarse era: 

“Cada quien en su casa y Dios en la de todos”; y por ese principio tan poco civilizado, alimentaban una libertad enferma, negadora de toda solidaridad y una convivencia fuerte, la vitalidad que requieren los pueblos para ser productivos y amantes del progreso. Esta situación tenía que ser revertida.

 Pronto, no sin enseñar su mano conductora y firme, el caudillo comenzó a observar cómo San José de la Boca del Monte enseñaba los primeros brotes organizativos que la conducirían a modernizarse como ciudad. Ya se perfilaba, gracias a la conducción inteligente, paternal e inflexible de un buen conductor de pueblos. Allí, aunque rudimentariamente, el gobierno les ofrecía las bases necesarias para llevar adelante aquel proyecto innovador: 

Hacer una ciudad. ¿Cómo no caer en la tentación de adquirir lo necesario para hacer más agradable la vida? Aquellos primeros pobladores montaraces, acostumbrados a luchar con la adversidad de una colonia descuidada del Reino de Guatemala, comenzaban a sentir el calor humano necesario para renunciar a un aislamiento comodón, que les dificultaba la vida. Una mañana esplendorosa, en Cabildo Abierto, los vecinos decidieron bajar del monte por unanimidad, para acatar las órdenes del caudillo. No era cosa de desairar las ordenanzas y proclamas del gobernante. 

 Se comenzó por repartir la tierra del asentamiento, en cuadrantes de una manzana de extensión para asentar a cuatro familias. De inmediato, todas ellas iniciaron la “fiesta del barro” para construir sus buenas y espaciosas casas de adobes. 

Aquel embrión de ciudad hervía de entusiasmo y laboriosidad: unos cortando y jalando la madera de la montaña cercana, otros con sus bestias batiendo el barro, los más ingeniosos, fabricando las tejas que moldearían en sus piernas. ¿Qué decir de los hornos que fabricaron para el uso en común y de la febril actividad desplegada por sus mujeres? Que lo hacían alborozadas: algunas picando el zacate para la mezcla del barro. otras cortando el “chagüite” para dar de comer al ganado, y otras más especializadas, haciendo el pan y el “bizcocho” para todos. 

 En menos de un año. aquellos labriegos ya estaban disfrutando de una buena casa con galerón de ordeño, troje y galpón para guardar aperos de labranza y una porción importante de terreno donde sembrar y cosechar las legumbres para el gasto familiar La holgura de que habían gozado, ahora la tenian también, pero en forma más organizada en comunidad.

 Aconteció que, ya agrupados como pueblo, la naturaleza al parecer quiso ponerlos a prueba. Noticias venidas de la zona norte del país causaban la alarma natural, anunciando la peste del colera. Cundió la alarma en el pueblo: Juancho Pacheco, casa a casa, convocaba a los vecinos para reunirse en casa de Eduviges Brenes esa misma noche. Como era de esperarse, Juan de Dios, conocido como “Juancho”, activo y buen hablador, dio muestra de una elocuencia encendida; que para motivarlos fue suficiente: – Vean, compañeros, yo no sabía que’l cólera… ese mal que acabó con tantas gentes en la guerra del cincuenta y seis, que es que se produce por la cochinada. 

Y esto me lo acaba de palabrear el dautor Gómez anticos d’irse pa’l norte llamado por el gobierno. Y no es cuento, el sabe muncho d’ esto; idiay: Si viene de una universidá de “las europas”. ¿Saben de quién es hijo? De don Paco Gómez, que por cierto está aquí con nosotros. 

Quiero pedile a don Paco, que sabe más de este asunto que yo, que tome la palabra para que les cuente lo que dice el dautor. ¡Como él no se encuentra aquí! Parece que lo mandaron allá por la Lajuela, que esta la cosa bien jodida, y ya hay muchos muertos. ¡Lo que’s saber, veda! ¡Y nosotros tan mansitos, tan inorantes sin priocupanos por nada y con el “mierderío” casi metió en las casa! Mejor que nos hable don Paco.

 Él sabe más que yo d’esto. – Buenas noches y muchas gracias por estar todos reunidos esta noche, y muchas gracias a Juancho que se priocupó por haceles el llamado. ¡Carambas! Y es que no es para menos. Conversando con m’hijo, me esplicaba para que hagamos algo, que eso de estar como almacenando el “mierderio” en esos escusados de hueco, nos tiene como quien dice amenazados con enfermedades terribles. Disque entonces dice m’hijo que por tener esa forma cochina de vivir es que tenemos tantos chacalines muertos por diarreas y colerines. Pero que si no nos libramos de esa cantidad de excrementos que tenemos en nuestras casas, el cólera puede aparecer d’iun pronto a otro, y no va quedar cristiano vivo para que cuente el cuento. Además que tenemos que tener agua potable pa’ lávanos las manos, y es que dice que nosotros todo lo comemos con caca, por falta de higiene. Que tenemos que hacer algo o si no la epidemia nos va a castigar. Vieran… Dice m’hijo que por cochinos y faltos de aseo, y lo dice en broma. somos unos “comemierdas”. Claro, él me lo viene diciendo desde hace mucho, pero ni caso l’iago, sólo que ahora con la cantidad de muertos que el cólera hizo en Perú, ya se me metieron las cabras. 

Es por esto que les voy a pedir a todos que hagamos algo, pero ya. – ¿Y qué podemos hacer aquí? – dijo don Eduviges, – Reunilos con el dautor. – sugirió Juancho. Si me encargan a yo y hacen lo que él me diga… voy. – “¡Te acuerpamos!” Dijeron todos al unísono, y se levantó la sesión. – Al día siguiente Juancho, muy de mañanita, se fue a buscar al doctor Gómez, el cual lo recibió muy amable y entrador. – Dautor: Vengo pa’que me ayude a convencer a estos entumios del pueblo pa’que suelten. Ellos dicen que aceitan lo qu’iusté mande. 

Y ya usté sabe la manera de losotros… ¡cochinitos! ¡cochinitos! -Es buena la idea. Precisamente una de las actividades debe comenzar por la educación, pero para eso debe organizarse un Comité de Vecinos, para que se encargue de la higiene del pueblo. – Mira, Juancho, para hacer mas democrático el nombramiento, le nombro desde ahora Presidente del Comité. Búscate a otros compañeros y yo te daré las instrucciones de lo que hay que hacer. ¿Estamos? ¡Bueno! No hay tiempo que perder. La peste avanza, pero la tubería del gobierno ya está por llegar y hay que instalarla. El agua, que es primordial para la salud, la traeremos del ojo de agua de la Ortigia.

 La tubería es obsequio del gobierno, pero nosotros tenemos que poner la mano de obra. Pero olvidaba decirte, tenemos que vaciar todas las letrinas del pueblo inmediatamente. 

 – ¿Y quién cré usté que pueda hacer esa chamba, dautor? No lo sé, para eso te he encargado a vos. Tenes que encontrar a esa persona. – Terminada la conversación, Juan de Dios no perdió su tiempo, y como Presidente del Comité de Sanidad de San José de la Boca del Monte, se dedicó con ahínco encomiable a formar el comité, en el cual tuvo enorme éxito. Barajando nombres de la comunidad, alguien mencionó a la familia Cubillo, formada por doña Consuelo Ortiz y su marido don Concepción Cubillo, cuyos hijos varones estaban en los dieciocho años el menor, veinte y veintiuno los mayores. 

 – Explicóles Juancho del trabajillo tan necesario para el pueblo. Y Daniel, el mayor de todos, dijo: – ¿Y cómo cree que podemos hacer esa trabajada, Juancho? – ¡Huuuuu! ¡Eso es pura cajeta! Mira, le ponés un sobre-cajón a una carreta y te caben seis barriles bien cómodos. Con un balde y un mecate encomenzas a sacar el “mierderío” y lo vacias en los barriles. 

Luego, como ustedes no quieren que los vean, se ponen unos vestidos negros que les cubran hasta la cabeza, y así, entre dos, jalan la carreta hasta el río Virilla pa’vaciala, y asunto arreglado. Como ya el caserío tiene doscientas casas, con diez que vacén por noche, cad’uno de ustedes va’ser tamaño poquillo de gurbia. – Por ahí la cosa parece güena, -dijo Miguel-, Pero ¿el embarrijo y la pestilencia? A yo se me descompone la panza. – A yo también – dijo el menorcillo. – ¿Y qué tal si les damos una botella de cususa a cad’uno. pa’que se forren bien? – Ansina suena la cosa sabes. Pero ¿y la vergüenza de andar calle arriba y calle abajo con esa cochinada? ¿Qué van a decinos las muchachas si nos ven? – Eso se arregla fácil – los convenció Juancho. 

Si encomienzan la jalada pa’endespués de las diez de la noche, cuando todos están dormidos, naditica los va’ispiar, ni siquiera onde vayan a sacala. Además, ese secreto yo lo guardaré pa’siempre pa’que “naide” lo sepa – Así estamos claros -dijo convencido Miguel, – pero ios parranderos que andan alzados y jumiticos nos podrían ispiar… ¿No crén? – Eso déjemelon a mi cuenta. Yo sé como arreglar esa marucha – los tranquilizó Juancho. Y hubo convocatoria al pueblo en la plaza del lugar, firmada por el doctor Gómez y el Comité de Vecinos presidido por Juan de Dios Solano y los hermanos Cubillos, apoyados por Don Eduviges Brenes, que les asesoraba para la cañería. 

En esa reunión, el galeno les hizo recomendaciones, haciéndolos recapacitar sobre la importancia de una mayor comprensión de los problemas sanitarios. Su discurso provocó una gran ovación, y al momento estaban largas filas apuntándose como voluntarios para la cañería. Además, ofrecieron pagar un estipendio generoso por la vaciada de los tanques sépticos. El trabajo de los incógnitos pronto se dio a conocer. 

El vacíamente de los tanques llenó de júbilo a los beneficiados, sólo que, coincidentemente, la población se sobrecogió de espanto. Si bien era cierto que aquellas piadosas personas estaban siempre en buenas relaciones con Dios (según el decir) y con la Iglesia, que era otro decir, comenzaron a darse ciertas situaciones misteriosas.

Después de que el farolero apagaba los candiles, aquellas calles quedaban desoladas y con una oscuridad untuosa, fantasmal, que mantenía en vilo a todos los moradores. Y a la par del espeluzno de ciertos sustos y fantasmas también, para que la cosa fuera más completa, comenzaron a desaparecerse las gallinas, los nidos eran saqueados, el maíz de las trojes, y hasta uno que otro cerdito encebado. 

Y para sorpresa mayor, muchas de las niñas virtuosas del pueblo aparecieron preñadas, y no faltó quien alegara aquello como obra del Espíritu Santo. ¡Vaya blasfemia! -decían las beatas intrigadas y poniendo las barbas en remojo.. Para completar el cuadro de tan peculiar suceso, los pocos audaces que se atrevían a echarse una cana al aire regresando tarde a sus hogares aparecían al amanecer, entumidos, sin habla y con la vista perdida. 

Cuando volvían en sí, afirmaban haber visto una carreta sin bueyes que los dejó horrorizados. Tanto se repitió la historia que llegó a figurar entre otras tantas apariciones y consejas con que el pueblo entretenía sus veladas y rezos.

Claro es que todos los moradores eran testigos de aquel deambular de la carreta, pues la oían pasar todas las noches con el sobrecogimiento natural que produce una creencia arraigada. Nadie había dejado de oír el clac, clac de su bocina de bronce. “Sí”, dijo el abuelo después de oír esta versión de la Carreta sin Bueyes. Mi abuelo me llegó a platicar sobre esta historia y me contó algo más.

 Los Cubillos llegaron a ser los mandamás del pueblo y tuvieron la delicadeza de reconocer todos los chacalines que nacieron en aquellos aciagos días del cólera, y que no fueron pocos. Mi abuelo decía que sumaban más de cien, y ni para qué decir que en los primeros cien años, los dos tercios de la población eran Cubillos. 

 Relato realizado por: Florentino Rojas

La Tulevieja



Nuestros mayores se valían de cualquier cosa para inducir miedo a los más pequeños y así mantener el orden del hogar. Esta era una viejita que vivía cerca del río Virilla en una casucha destartalada por el tiempo, usaba para taparse del sol un gran sombrero de “tule”, hoja amplia de la planta del mismo nombre. ¡Se lo va a llevar la vieja de la tule!, decían a aquellas criaturas que amedrentadas huían al verla recogiendo leña cerca del río.

 Al pasar de los años, ésta se convirtió en una leyenda describiéndola de la siguiente manera:

 “Gran sombrero de tule, pechos al desnudo, patas de gavilán, alas de murciélago, rostro de bruja y carga de leña.”

 Se dice que alza vuelo y cae sobre la persona despedazándola cuando esta se encuentra en pecado mortal. La primitiva población de Dos Cercas, más tarde aldea de Desamparados, la asentaron los padres franciscanos que intervinieron en la colonización de Costa Rica, en un vallecito agreste, rodeado de montañas y regado por tres ríos: Tiribí, Damas y Cucubres. Escogieron un punto intermedio, más o menos, entre las antañonas poblaciones de Aserrí y Curridabat. Un lugar de descanso y refugio, en las horas de fuerte sol o de persistentes lluvias. Como el medio era tan bello, de una vegetación rica, las gentes desarrollaron su imaginación fantasiosamente creando una serie de leyendas. 

Saludos! La leyenda es la poesía de! campesino. García Monge recogió una, titulada “El caballito de oro”. Francisco María Núnez, la de “El ataúd volador de Ñor Prudencio”, y algunas otras más. Quedaba por consignar en el papel, antes de que se pierda en el olvido, la de La Tulevieja. Recordemos que, como las gentes se bañaban en los ríos, y de ellos tomaban el agua de consumo, entonces cristalina, pura, hubo remansos escondidos entre la fronda, diríamos, poéticos; que recibieron nombres y dieron origen a hermosas leyendas:

 La poza de La Unión, donde se unen los ríos Tiribí y Damas: La de Cancancho; la de La Selva, y muchas más. Concretando, nos referimos a la Tulevieja. 

No olvidemos que las mujeres campesinas solían usar un sombrero de paja, puntiagudo, que se calaban hasta los ojos. Lo llamaban “tule”. Generalmente estaba renegrido por las manchas de platano o de café. Les servía para librarse del sol o la lluvia, y también de los insectos, especialmente de las avispas que suelen enredarse en el pelo y constituyen una mortificación.

 La Tulevieja era una señora entrada en años y mañas. Se dice que hasta dormía con el sombrero puesto, Deformado, sucio, con un aspecto de chupón.

 La chiquillería burlona le puso el apodo de Tulevieja, y se complacía en molestarla. Ella entraba en enojo y, si tenía una rama a mano, corría tras ellos, tratando de alcanzarlos para darles su merecido. Nunca lo lograba. Sus bravatas estimulaban a los traviesos muchachos. La Tulevieja iba a los cafetales a buscar “charramasca”, o sea, leña menuda. 

De paso, cargaba un racimo de plátanos sobre su cabeza. El tule, cada día más renegrido. Un día el viento le voló el sombrero que cayó sobre las turbulentas aguas del entonces crecido río Tiribi, arrastrándolo en su corriente. 

Ella voló en su persecución. La cabeza de agua de la gran creciente la ahogó. 

 Relato realizado por: Epifanía Gutiérrez



FRANKY "LEYENDAS Y CUENTOS TICOS" CYBORG

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